"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

viernes, 10 de diciembre de 2010




BICENTENARIO DE LA BIBLIOTECA NACIONAL


EL MÉDICO DE ROSAS

La historia es precisa y documentada. Un joven médico devenido en poeta. El silencio lapidario. La muerte que lo transforma en mártir, y una prometida que solo recibe el maletín profesional donde el facultativo guardaba su verdad.
Con estos elementos, el avezado guionista podría armar un texto exitoso para la pantalla televisiva. Sin embargo, la ficción no es tan exacta como la realidad. Los datos corresponden  a la vida  de una de las personas más tristemente olvidadas de la literatura romántica: Claudio Mamerto Cuenca.
Rescatar la memoria oculta es un poco la intención de este espacio que, en su primera etapa, seguirá insistiendo con el recuerdo del Bicentenario de la Biblioteca Nacional y en la acción de sus protagonistas como constructores de una sociedad reflexiva, nacida en medio de las luchas por la identidad de un país en crecimiento.
Hoy “El mártir de Caseros” como se lo conoce al literato, es una figura que  nos acerca  a un momento decisivo  de nuestra patria, donde el tiempo de cambio era una necesidad y el error se pagaba con la vida.

EL POETA EN LA BATALLA

La prometida María Atkins de 19 años, al recibir la noticia, siente una profunda pena y la invade el alivio. Esta contradicción era parte de su relación con el joven médico Claudio José del Corazón de Jesús Cuenca. En aquella época, durante el gobierno de Rosas, se tomó una medida interesante mediante la cual, los graduados en Medicina que habían cursado estudios a expensas del Estado, eran obligados a prestar servicios en el ejército durante tres años o en tres campañas. Los practicantes, por su parte, debían ser empleados y servir en los hospitales por dos años. Esta cláusula fue clave en la vida y  muerte del poeta. Cuenca en su corta existencia siempre mantuvo una actitud de enorme sentido espiritual y moral. Su vocación no la mezcló con la política. Sentía por Rosas marcado rechazo porque, como muchos de aquellos jóvenes, entendía que el progreso del país se agitaba en la idea “socialista” y el caudillo era un hombre práctico, ejecutivo, poderoso y autoritario que no admitía contradicciones, que no se dejaba llevar por ilusiones, por planes sin resultados precisos, lo que hoy llamaríamos un pragmático. Es por ello que la tesis de esa generación insolente no podía acordar de lleno con el hacendado. Esos intelectuales inmaduros tenían sin embargo sus aliados. Aquella asociación se acostaba en las palabras de un Juan Bautista Alberdi ya maduro quien, al final de su carrera sostenía: “no puede haber ciencia, ni literatura, sin completa libertad, es decir, sin la seguridad de no ser perseguido como culpable, por tener opiniones contrarias al gobierno, y a las preocupaciones mismas que reinan en el país”.
Esta forma de protesta obligó en el período de Rosas a una emigración forzada. Conviene señalar que la diáspora tiene característica particulares, porque entre los emigrados se encontraban tanto unitarios como federales. No era un grupo homogéneo. Los proscriptos envenenaban sus protestas con una literatura muchas veces panfletaria y otros entendían su alejamiento como una forma de poner a salvo su persona, sus derechos a la dignidad humana. Cuenca permanece en Buenos Aires. Su destino profesional se inicia el 30 de octubre de 1838, en cumplimiento de aquella resolución que pesaba sobre los graduados. Cinco años más tarde ocupa la cátedra de Anatomía y Fisiología en la Universidad de Buenos Aires. En medio de su actividad docente, ante la vacante que se produce por el viaje a Europa del doctor Ventura Bosch, médico personal de Juan Manuel de Rosas y tutor de la tesis doctoral del joven, Cuenca decide presentarse al concurso del cargo, desafiando al Dr. Juan José Montes de Oca y al médico francés Juan Francisco de Solier, de enorme prestigio. Su capacidad profesional hace que sea elegido el nuevo médico privado de Rosas y Cirujano Mayor del Ejército.


Uno de los méritos reconocidos al facultativo por Juan Manuel de Rosas, en abril de 1851, fue cuando junto a los doctores Manuel Laines y José María Bosch embalsamaron, por orden del hacendado, el cadáver del monseñor Mariano Medrano, una operación que duró cinco días y tuvo éxito por el “nuevo sistema de inyección”, según publica La Gaceta Mercantil.
Cuenca demostraba idoneidad para el cargo, nadie podía cuestionar su tarea y menos pensar que detrás de esta persona se escondía un ser disconforme y obstinado en denostar a su jefe, al paciente que atendía con dedicación exclusiva.
Cuenca escribía y callaba. Su romanticismo tenía el manto de la soledad. Nadie conocía sus versos. Solamente su prometida. Lo curioso es que su obra recién es difundida después de su trágica muerte.  A pocas horas de finalizada la batalla de Caseros y siendo todavía el médico militar del ejército rosista, un grupo de soldados pertenecientes al bando vencedor lo ultiman salvajemente. Resulta interesante recurrir a dos relatos sobre este hecho. Juan E. Corbella en su libro El mártir de Caseros detalla con precisión las horas finales de Cuenca.

Al término de la Batalla de Caseros queda un bastión: El Palomar. Se encomienda entonces al general César Díaz que atacara. "Desde lo alto del mirador, los jefes del Palomar, junto a los que se encontraba Cuenca, miden la situación y, al comprobar la gran desventaja numérica, resuelven capitular. Se enarbola la bandera blanca y cesa el fuego...Cuenca se dirige a su improvisado hospital levantado a cielo abierto y reanuda las tareas de restañar heridas...con gran sorpresa siente una descarga cerrada de fusilería..."
"La soldadesca de Rosas, haciendo caso omiso de la rendición...esperó la llegada - con fines de parlamentar - de un pelotón de las tropas vencedoras y al entrar éstas les hacen fuego a quemarropa. Disipado el humo se vio el tendal en el suelo. Lo que ocurrió minutos después es inenarrable...Mientras los clarines sonaban ¡A degüello...! se vio a las tropas de Urquiza avanzar y meterse sus soldados por todos los rincones...masacrando a los moradores...El doctor Cuenca, sin perder la serenidad, desarmado y exhibiendo las hilas en la mano, intentó dirigirse al jefe de la tropa asaltante, Comandante Pallejas y, al parecer, se dio a conocer y pidió protección para sus heridos...Por toda respuesta recibió varios golpes de sable; de una estocada fue atravesado y al minuto cayó exánime sobre el pavimento"
En el Boletín del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas, número 4, leemos la otra crónica de los hechos:
Ante la proximidad de las fuerzas aliadas, fue nombrado Cuen­ca, Cirujano Mayor del ejército federal. “El día de la batalla instaló el hospital de sangre en el Palomar de Caseros. En momentos en que cumplía su noble y humanitaria tarea, hicieron irrupción en aquel lugar, los jefes españoles al servicio de los colorados uruguayos, Palleja y Larragoristía, los que sin respetar lo solemne de aquel sitio le inmolaron bicoloramente”.


Después de la tragedia, cuando abrieron su saco, encontraron en el bolsillo interno un poema inconcluso, escrito a lápiz, con letra apresurada, que expresaba con virulencia su odio hacia Rosas:

 “Y esto es ni más ni menos lo que ahora
te está, perverso Rosas, sucediendo;
estás en tu expiación, y ya la hora
de purgar tu maldad está corriendo...”

El Dr. Claudio Mejía, compañero y fiel amigo de Cuenca, había sido tomado prisionero por las fuerzas de Urquiza, pero consigue liberarse, recuperar el cadáver de su amigo y el inseparable maletín con la obra poética. Ese tesoro lo entregaría a María Atkins, la prometida del poeta. Misteriosamente, ningún parte oficial dio cuenta sobre de la muerte de Cuenca. Según Juan E. Cobiela, llama poderosamente la atención "el silencio cómplice que hubo de algunos personajes que fueron actores en la toma del Palomar y que bien pudieron... lamentar públicamente la muerte de Cuenca y que no lo hicieron".

Lo cierto es que Claudio Mamerto Cuenca quien utilizó los seudónimos de CC y Un Contemporáneo en varias oportunidades, fue seguramente el poeta de mayor interés en esos años. Su situación particular hizo que celara toda su literatura que fue reunida por Heraclio C. Fajardo en tres volúmenes, en 1861. Oculta en su maletín de médico se encontraron gran parte de sus poemas. Sobresale uno de ellos que es el reflejo de su padecer.

Mi cara


Esta cara impasible, yerta, umbría,
Hasta ¡ay de mí! para la que amo helada,
sin fuego, sin pasión, sin luz, sin nada,
no creas que es ¡ah, no! la cara mía.

Porque esta, amigo, indiferente y fría
que traigo casi siempre, es estudiada...
es cara artificial, enmascarada,
y, aquí para los dos, ¡la hipocresía!

Y teniendo que ser todo apariencia,
disimulo, mentira, fingimiento,
y un astuto artificio en mi existencia,

Por  no poder obrar conforme siento
y me lo mandan Dios y mi conciencia,
tengo, pues, que mentir, amigo, ¡y miento!

Ocho meses después de su muerte, sus amigos trasladaron los restos del médico al cementerio de Recoleta. En la bóveda de la familia descansa junto a su hermana Eulogia.
Resulta sumamente difícil hacer un juicio de valor sobre la personalidad de Cuenca. En su lucha interior el odio y la pasión lo encerraban en una celda de clausura ¿Por qué nunca tomó la decisión de marcharse como muchos jóvenes rebeldes? ¿Por qué calló? ¿Por qué su muerte se embozó haciendo dudar a su prometida sobre el triste desenlace? Existen versiones cruzadas. Para muchos el silencio fue su forma de protesta, una suerte de desafío de poca consistencia.  Se deduce que, hasta es posible, que el propio Rosas supiera que su médico era un traidor. Al respecto, válidas son las apreciaciones del calificado escritor uruguayo autor de La cruz de azabache y recopilador del la obra de Cuenca, quien advierte que “en el mismo campamento del tirano, dos días antes de la batalla de Caseros, Cuenca leía a sus amigos sus últimos versos contra Rosas, y era interrumpido en su lectura por la presencia de éste”.
“Dos días después, era la muerte la que interrumpía el terminar aquellos versos”.
Por su parte, Ricardo Rojas, es uno de los que mejor califica al escritor: “Entre los porteños que no emigraron bajo la dictadura de Rosas sólo hay un escritor a quien podemos considerar como poeta; es el doctor don Claudio Mamerto Cuenca”.
La obra literaria de Cuenca fue reunida después de su desaparición. No podemos quedarnos con la romántica escena de la prometida destrozada aferrando en su pecho el maletín del amado. La joven María Atkins en un último acto de amor, entregó el material literario del médico, al señor Juan Gil, quien lo resguardó por largo tiempo. Años más tarde, se reuniría con el poeta Heraclio C Fajardo y éste agruparía en tres tomos, en el año 1861, todos los textos de Cuenca.
Sin duda, la poesía fue para Cuenca su vía de escape. Sin embargo la pieza teatral Muza marcaría un estilo distinto en su producción. En la edición de la misma, repasamos el texto de presentación informativo y aclaratorio.
Nota del editor
Seguros estamos que nuestros abonados participarán del sentimiento que tenemos al anunciarles que el Dr. Cuenca ha dejado interrumpido el precioso drama Muza en la altura en que termina el tomo segundo de sus obras poéticas. Pero en el interés de que las magníficas escenas que nos han quedado de ese drama puedan ser apreciadas en el teatro, nos anticipamos a decirles que nos proponemos concluirlo próximamente, sujetándonos en el argumento al punto histórico que abraza y a las escenas ya escritas ; aunque también nos anticipamos a prevenir que esta colaboración póstuma, lejos de toda pretensión de suficiencia, no tendrá mas objeto que el de conseguir, dando un desenlace a la obra, que puedan admirarse en el proscenio de su patria los versos del Dr. Cuenca. H.C.F
                                                                                                                                                      Una vez más recurrimos a la valoración de Fajardo para reconocer los valores estéticos del poeta.


Cuenca abunda en los defectos que a Espronceda y Víctor Hugo se reprochan, para que pueda jamás figurar en la primera; su lugar está marcado en la segunda, y por eso lo reputamos, relativamente hablando, el Víctor Hugo del Plata.-En un sentido absoluto, y considerado por sus Delirios del corazón, La expiación recíproca, el drama Muza y algunas de sus poesías líricas, es un poeta de genio y elevación que pasará a la posteridad y que ocupará un asiento en el congreso de las letras, cuando estas tomen en realidad el carácter de república universal -.
Su poesía es de todo tiempo y lugar, y sus Delirios especialmente conmoverán el corazón y encenderán el entusiasmo donde quiera que se encuentre entusiasmo y corazón, donde quiera que se entienda el idioma del sentimiento que es uno en todas partes. Y este carácter de universalidad que reside en el fondo de sus obras, condición sine qua non de inmortalidad, es una de las que las salvaran del naufragio en que el océano del olvido sumergirá casi todo lo que ha producido el Plata hasta ahora.
Sus otras prendas de salvación consisten principalmente en la robusta constitución de su poesía— en la profundidad filosófica y fisiológica del fondo y en la artística elegancia de la forma;—consisten en el profundo conocimiento y en el análisis profundo del corazón humano ; en las bellezas de estilo, en las gracias de dicción, en la unción de sentimiento, en la chispa de pasión y en la música inefable de sus versos, que acreditan además novedad y originalidad en la idea, en la índole y en la rima : rarísimas condiciones en nuestros tiempos de insípidas rapsodias y de imitación servil. Inútil fuera citar: ábrase por donde quiera los Delirios, la Espiación  el drama Muza, y donde quiera se hallará la prueba de estos asertos.- Y téngase por seguro que muy raras son las obras que resisten á esta prueba.
Sobre todas las condiciones que la estética pudiera reclamar, hay en los versos de Cuenca un no sé qué arrobador, un magnetismo irresistible, que, como el fluido imponderable, se siente aunque no se palpa, y que es la atmósfera del genio: atmósfera embalsamada, mágica y embriagadora que deleita los sentidos, sumerge en éxtasis el alma y nos pasea sobre flores sin permitirnos un instante examinar si hay abrojos.
Finalmente un poema enormemente significativo dedicado a Manuelita Rosas.






LA SULTANA
(En el álbum de Manuelita Rosas.)
De perfumes y placeres
Embriagada la sultana,
Sobre alfombras de oro y grana
Díjose al poner la sien
 Qué le falta a mi ventura  
Soi la esclava mas bonita,
La mimada y favorita,
Soi la reina del harén.
Tengo joyas
Mil en mi arca,
Y un monarca
Por galán;
Y a una seña
De mis ojos
Cae de hinojos
El sultán.
Tardo mas en decir quiero
Que en tener cuanto me agrada.
Ni difícil hallo nada
Bajo el cielo, hermoso, azul.
Y al placer de mis caprichos
Un imperio se arrodilla,
Porque soi la maravilla
Y el asombro de Estambul.
Pues espanta
Mi grandeza
La tristeza
Y el afán;
Y de penas
No se cuida
 La querida
Del sultán.
Mi destino hermoso anhelas
Las bellezas orientales,
Mas sin celos ni rivales
La mujer mas feliz soi,
Y en el mundo igual no tiene
Mi ventura sobre humana:
Soi hermosa, soi sultana
Y en un trono de oro estoi
Cuantas bellas
Mi ventura
Y hermosura
Envidiarán
Mas mi orgullo
Las desdeña
Que soi dueña
Del sultán.
Las preseas
Y collares
Por millares
Se me dan;
Y es la suerte
Que mas se ama
Ser la dama
Del sultán.
Respirando mirra y ámbar
Mi existencia se desliza,
Y entre halagos y sonrisa
Se me ofrece eterno amor:
Estasiada en sus deleites
Mi alma está siempre serena,
Y en mi frente de azucena
No hai la huella de un dolor.
Miró acaso una ventana
Y al través de su vidriera
Algo vió que no quisiera,
Pues su lábio enmudeció;
Y una ingrata sombra oscura.
Como nube empaña un astro,
De su frente de alabastro
Los encantos empañó.
Y era joven,
Linda esclava,
Que cuidaba
Vil guardián
Y salía
Con jactancia
De la estancia
Del sultán.

Como tantos otros escritores  en la literatura argentina, Claudio Mamerto Cuenca forma parte de un sinnúmero de olvidados. Revalorizar su tarea es una necesidad que debemos asumir para no caer en la indiferencia y en la creencia falsa de la desmemoria.

Claudio Mamerto Cuenca (1812-1852)
 
Hijo de Don Justo Casimiro Cuenca y de Doña Lucía Calvo, nace el 3 de octubre de 1812. Su verdadero nombre era Claudio José del Corazón de Jesús y no se sabe por qué razón lo cambió por el de Claudio Mamerto.
Hizo sus primeras letras en la casa parroquial para ingresar, a los 16 años, en el Colegio San Carlos que era dirigido por los Jesuitas y funcionaba junto al templo de San Ignacio. Excelente alumno, se recibió de Bachiller con notas sobresalientes y cuatro años más tarde ingresa al Departamento Médico de la Universidad. 
La vida de Cuenca transcurre en pleno gobierno rosista. Ante los ojos de la sociedad, el joven médico se dedicaba de lleno a su profesión y al dictado de su cátedra. Nada dejaba percibir el drama oculto que lo atormentaba por tener que formar parte de los hombres cercanos a Rosas. En su intimidad se desahogaba espiritualmente con su fecunda producción literaria que sólo era conocida por algunos pocos.
Y así, convertido en médico personal y cirujano mayor del ejército de Rosas, volcando en sus poemas sus verdaderos sentimientos -poemas que llevaba permanentemente en un maletín que no se desprendía de él ni para dormir, pues muchas veces lo utilizaba como almohada- encontró la muerte el 3 de febrero de 1852.