"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

sábado, 2 de julio de 2011

BICENTENARIO DE LA BIBIOTECA NACIONAL



ARMANDO CASCELLA: EL  HOMBRE DEL ROSTRO PERDIDO
 Ya hemos expresado en nuestras entregas anteriores que  los grupos de inmigrantes y sus descendientes, llegados a nuestro país en oleadas impactantes a principios de 1900, dieron origen a la construcción de un esquema social que tristemente fue bautizado como la "cultura marginal". Era una realidad inobjetable  que este conglomerado que arrastraba los signos de sus raíces europeas, se enfrentaría  con la “cultura del centro”, que poseía una estructura conservadora y no estaba decidida a aceptar las peculiaridades y  aspiraciones de ascenso de esos menesterosos  gregarios. Sin embargo, las dos razas tuvieron que sobrevivir y necesariamente debieron aceptar las vías de contacto que las dejaba fuera de un sistema de poder mucho más perverso, el  reinado de la clase dominante que las utilizaba como simples piezas de un engranaje miserable y obsceno. En este acomodamiento la cultura marginal aceptó su condición soportando el existir en los suburbios relegados de los Corrales, Barrancas, La Boca, Palermo, Nueva Chicago, Pompeya, donde la lucha por la vida tenía su mayor desafío. En medio de esa  pesadumbre nació el lunfardo como lenguaje directo, el baile y la canción tanguera que determinaría el sentir popular y la muestra vivencial y entrañable del sainete que ofrecería  su carácter burlón sobre la verdad cotidiana. La  cultura del centro, en cambio, mostrando total hibridez, se limitaría a encerrarse en su castillo de piedra sin advertir que un fino hilo de seda iba  hilvanando a  la miseria suburbana con  los salones versallescos, ese nuevo  tejido no era otro cosa que la naciente clase media, la estructura  que reorganizaría el sistema político, social, económico y cultural de un país en crecimiento.

                           


La arquitectura de las clases sociales no siempre es pareja y muchas veces su dinámica está perfilada por sencillas aspiraciones que se acomodan a la corporeidad momentánea. Cuando se habla de marginalidad,  generalmente se cae en el  destrato, porque la conciencia social está ligada  al  populismo y al determinismo del acceso al  poder.  
La revolución de 1930 marcaría una época crítica para toda la nación y pondría a Buenos Aires en la vidriera de la crisis. Los escándalos de corrupción en la compra de armamentos y el negociado de las carnes, dejaría a la vista el debate y la denuncia de Lisandro de la Torre, en 1935, y  el terrible final del senador Enzo Bordabehere asesinado en pleno recinto.
Entre 1930 y 1943 las clases altas se sintieron cómodas porque gozaban de una paz licenciosa. La aristocracia  daba rienda suelta a sus excentricidades, mientras el resto de la sociedad se doblegaba ante un estado de cosas insostenible. El hambre de los desocupados, la crisis habitacional,  las cesantías en la administración pública, podían reconocerse con una expresión popular calificada: “dónde hay un mango que te haga morfar”. Ese dolor que sentían los pobres hacía  mella en las manifestaciones populares que tenían una suerte de extremismo revolucionario. La crisis no era una broma del destino y los autores de tango no le escapaban a la realidad. Juan Carlos Marambio Catán con su Tal Acquaforte, nos deja sin palabras: “Un viejo verde que gasta su dinero / emborrachando a Lulú con el champán / hoy le negó el aumento a un pobre obrero / que le pidió un pedazo más de pan”. Con otra mirada, Bernardo Kordon en un visceral relato titulado Villa Desocupación, nos decía: “Recuerdo a los desocupados de entonces. En Palermo –nuestro barrio- pedían comida casa por casa. Esos pobres polacos volvían al mismo puerto adonde habían llegado esperanzados. Ahora lo hacían provistos de un tachito y un cordel, y a modo de pacientes pescadores lo dejaban caer sobre un remolcador o una barcaza y esperaban que los cocineros u otros tripulantes depositaran allí los restos de comida. Cuando eso ocurría, el filántropo de turno sacudía el cordel,  por si el desocupado se había quedado dormido en la espera”.
La dificultad del momento hacía que la nueva masa humana que recorría las calles tuviera  códigos y hábitos  distintos. Los gallegos, tanos y  rusos,  como les decían las clases nativas, configurarían un segmento que  en la capital y los suburbios darían origen a los nuevos empleados y comerciantes. En el campo aparecerían  los arrendatarios, medieros y aparceros, quienes presionarían  sobre la elite oligárquica.  Así se hablaría de gringos y de hijos de gringos de manera desvalorativa  y de orilleros en los extramuros de la ciudad.
Buenos Aires de ser la ciudad del esplendor pasó a determinarse como la capital de la crisis. El fenómeno no  era un atributo de este lugar. Frente a las pizarras de todos los diarios del mundo, los ciudadanos silentes lloraban la caída de la República Española, observaban con asombro los triunfos de Hitler  y temblaban  por la ocupación de París. Mientras tanto, aquí, dos suicidios  causarían conmoción. Lugones  en una isla del Tigre, en 1938 y de la Torre, en 1939, en un departamento de la calle Esmeralda, dejarían ante la sociedad su valor simbólico  de contorno dramático y el inicio de un reacomodamiento que  prosperaría el 17 de octubre de 1945.  
Sin embargo, la mano de obra no fue provista por la inmigración extranjera. El aporte significativo lo generó la gran masa de migración interna que dejó su espacio pequeño de tierra y marchó a la capital. Esa clase obrera nativa llegaba desnuda  pero con la esperanza  de ver la ciudad desde el puerto. Esos eran los “cabecitas negras”, los nuevos generadores del desarrollo industrial.
En  el terreno de las letras todo este aspecto abarcativo tendría diversas formas de presentación.  Los escritores conservadores seguirían cercanos a su esquema político, mientras que una buena parte de autores sin respaldo tratarían de buscar su espacio sin el patrocinio de ninguna especie.
En estos años se produce un hecho social trascendente: la profesionalización del escritor que se dedicará de lleno al periodismo y en algunos casos a la docencia. Sin embargo, la lucha por alcanzar una obra publicada sería un desafío  del que solo podían participar unos pocos.
Entre tanta literatura de contraste, la figura del escritor Armando Cascella (1900-1971) es  sumamente apreciable.  Norberto Galasso, a través de su testimonio, nos permite conocer al autor en el ocaso de sus días.
Como  sucede en las mejores novelas, a veces, el final es el principio: 
“En agosto de 1967, visité a Armando Cascella en su departamento del Barrio "Simón Bolívar". Ya se encontraba afectado por el mal de Parkinson, muy delgado, hablaba con cierta dificultad aunque mentalmente se hallaba en plenitud.
Conversamos un largo rato y tomé apuntes de algunas declaraciones suyas que reproduzco seguidamente:
‘En Caras y Caretas me pagaban $ 40 por cada cuento. Era mucha plata en aquel tiempo (años veinte). Pero un día escribí “Pacificación y conquista de la isla codiciada”, una sátira sobre un inglés que quiere “civilizar” y comienza por cortarle las colas a los monos para hacerlos civilizados. Me costó caro. Me llamó el director -Juan Carlos Alonso- y me dijo que lamentablemente debía privarse de mi colaboración...

Después, escribí en otros diarios: en “La Gaceta de Buenos Aires”, “El Diario”, de Laínez, en “Nuevo Orden”, en “Política” con Ernesto Palacio, dirigí “El Argentino” de La Plata. Ah, colaboré con Scalabrini Ortiz en “Reconquista” ... El "petiso" Scalabrini era extraordinario... También fui uno de los primeros en luchar por agremiar a los escritores. Fui secretario de la SADE y en la época de Perón, impulsé el SEA (Sindicato de Escritores Argentinos) ... Ahora, ya no puedo hacer nada. Estoy jubilado como funcionario del Instituto de Previsión Social de La Plata, pero gano muy poco. Últimamente escribí “Retablos del tiempo viejo”, que fue premiado por el Fondo Nacional de las Artes, pero no pude conseguir editor...

                         


Vea, aquí tengo un recorte de un comentario a un libro mío, que escribió Scalabrini. Léalo: "Un cuento o una novela pueden construirse con una idea, un sentimiento o una experiencia desplegada. Cuando esa trilogía de posibilidades se reúne en él, se trata de una obra de arte. Esto es lo que ocurre con "La cuadrilla volante". Hay allí encerrada una experiencia personal del autor que convivió- con sus protagonistas los días salobres y pesados de una perdida estación chaqueña. Hay también un sentimiento generoso que se derrama sobre todos los actores de ese pequeño drama inmenso. Y hay asimismo, una idea que está en el fondo de la narración, como la veta aurífera está detrás de la roca. En este relato, yo sentí una comunicación nueva con la entraña humana de mi patria.. Y este es uno de los méritos que Cascella puso en él..."
Últimamente, ¿sabe?, mandé una obra al concurso literario de La Nación, por supuesto, con seudónimo. Un miembro del jurado, amigo mío, que conocía el cuento, me llamó por teléfono y me dijo: Te felicito, Armando. Ganaste ... Pero, días después, parece que se enteraron quien era el ganador y apareció en La Nación que el concurso se declaraba desierto ...’
Cuando me despedí se irguió apenas del sillón donde se refugiaba, cubierto con una manta y me dijo: - “Y ahora, aquí me ve ... Estoy en una tumba de lana, como decía Heine . Hermoso ¿no? tétrico pero hermoso ...” Le expresé que su lucha había sido muy importante y que ésta continuaba aún, que el pueblo no se daba por vencido. Se emocionó visiblemente, me dijo, como disculpándose: ‘¿Sabe? esta enfermedad lo pone a uno muy emotivo ... Le agradezco, joven, y que navegue con viento a favor...’
Cascella nació en Rosario el 29 de junio de 1900. Estimulado por Horacio Quiroga comienza a publicar sus relatos en El Hogar, Caras y Caretas, La Nación y Mundo Argentino. En 1924 da a conocer su libro de ensayos  Estética cotidiana y en 1926 publica su primer libro de cuentos La tierra de los papagayos, donde recrea el drama de los inmigrantes italianos. Uno de ellos, Tercera clase, integraría la "Antología de cuentos argentinos" publicada en Moscú, años más tarde, por el escritor Boris Polevoi.
 A mediados de 1928 viaja a Europa y ya de regreso funda La Gaceta Del Sur. Paralelamente se incorpora a El Diario y durante diez años ejerce la secretaría de redacción.
También ocupó la secretaría de la Sociedad Argentina de Escritores durante las presidencias de Leopoldo Lugones y Arturo Capdevilla. "Por entonces la SADE era un órgano de lucha: se luchaba por los derechos del escritor, por el respeto del escritor, por la ley de propiedad literaria, por el libro argentino. Integrar la comisión de la SADE era cerrarse todas las puertas de acceso a la reputación literaria", diría Cascella.
Al generarse la Guerra Civil Española, el diario La Capital de Rosario lo nombra corresponsal de guerra en Europa. Cascella viaja y es el único periodista argentino que asiste al éxodo del ejército republicano y a la diáspora del pueblo español a través de la frontera francesa.
En 1938 aparece su segundo libro de cuentos La cuadrilla volante, premiado cuatro años  antes por la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires.


                                          


Entre 1939 y 1944 se desempeña en El Pampero, luego en  Nuevo Orden (1940) y más tarde en Política (1945).
En 1946 ocupa la dirección de El Argentino de La Plata y en   1949 es uno de los fundadores de la revista Sexto Continente junto a Alicia Eguren.
Ya en el gobierno peronista accede a la presidencia del Instituto de Previsión Social y es nombrado miembro de la Comisión Nacional de Cultura. También se desempeña como Secretario General del Sindicato de Escritores de la Argentina, afiliado a la C.G.T. De esta etapa es su obra Trascendencia de la Tercera Posición, publicada en 1952.

                                             


En 1953 publica un libro fundamental: La traición de la oligarquía.  El texto de denuncia apunta a Sir David Kelly, quien fuera embajador de Gran Bretaña en la Argentina en dos oportunidades: la primera después de la post guerra del primer conflicto mundial (1919 -1921) y la segunda,  durante la contienda imperialista (1942 - 1946). En ese trabajo Cascella desviste al funcionario de manera ejemplar y lo señala acusándolo de pasarle informes al diario La Prensa con los cuales el medio armaba sus editoriales. En 1968 La traición de la oligarquía fue reeditada con un prólogo de Arturo Jauretche. Decía Don Arturo en esa oportunidad: "Armando Cascella es uno de los malditos. Maldito como tantos que quedarán inéditos; bacarayes de escritores que por no ser útiles a la colonización pedagógica tal vez brillen como ferreteros, viajantes de comercio o guardatrenes, después de frustrados por la máquina del silencio..."

Hoy que la literatura de denuncia llena las estanterías de las librerías y los autores firman sus obras en la Feria del Libro, la obra de Cascella  estaría sin duda respaldada por una cantidad insospechada de lectores. Sin embargo, transcurridos cincuenta y ocho años, La traición de la oligarquía, es un texto prácticamente olvidado

                                     

Tomamos un  mínimo fragmento de esa obra para conocer el cuadro de situación por aquellos días: 
En el otoño de 1919 (cuenta Mr. Kelly) recibí un telegrama del Ministerio de Relaciones Exteriores (de Gran Bretaña) en el que se presentaban quejas sobre un nuevo proyecto de ley que amenazaba seriamente a los productores de azúcar, recibiendo yo orden de presentar reclamaciones ante el gobierno argentino.
Por sugerencia del archivista descendí dos pisos en el edificio de la Cancillería y visité a Sir Hillary Leng, cuya firma Leng Roberts, era entre otras cosas la representante de Baring Brothers, los banqueros del gobierno argentino en Londres.
Sir Hillary me explicó inmediatamente que había mantenido conversaciones de carácter reservado con los más importantes senadores y diputados de los partidos políticos y con miembros del gobierno argentino y que de ellas había salido satisfecho respecto a su deseo de que el proyecto no se convirtiese en ley. Me dio una versión adelantada del curso de los acontecimientos, que realmente ocurrieron según su previsión y me aconsejó que no me acercara para nada al gobierno, porque mi acción podría tener el efecto contrario al que yo deseaba.
Con la caída del gobierno peronista en 1955, comienza la decadencia de Armando Cascella. Si bien colabora en Bandera Popular, El Nacional y Qué, su nombre pasará a ser una mala palabra. No trabajará más, no volverá a publicar y nadie se acordará de él.
A fines de los años sesenta, Cascella vive en el departamento de un amigo quien le facilita una habitación. Allí tiene sus escritos, sus libros, documentos. Esa habitación es todo lo que posee. Es lo que queda de su mundo. Solo, enfermo del mal de Parkinson y sin trabajo, el hombre que fuera admirado por Horacio Quiroga y Raúl Scalabrini Ortiz ocupa sus días haciendo recortes para un diario parroquial.
En 1969 publica Pueblo y antipueblo. Gracias a la generosa colaboración de sus amigos reedita La traición de la oligarquía, con prólogo de Arturo Jauretche.  
                                                  


Vencido y sin una adecuada atención médica, muere en 1971
Lo recordamos con un  fragmento de su cuento El rostro perdido.
Caminaba distraído entre el bullicio de una calle central, cuando sintió que un aluvión de recuerdos se le venía encima. Paisajes lejanos, escenas de luz, días idos. Sintió de nuevo aquella especie de perfume que impregnaban las mañanas otoñales, cuando desde su casa, le acompañaban todavía hasta la escuela porque, demasiado pequeñito, no sabía ir solo.
Todo eso se le vino a la memoria, como un enjambre de abejas de oro. El patio de la escuela, las riñas de los recreos, la emoción extraordinaria de las primeras “rabonas”, la sonrisa de la maestra infantil, de aquella Marina, en quien intuyó el mundo de sueños que para el hombre significaba la presencia de la mujer sobre la tierra.
¿De dónde venía ese raudal de recuerdos? Sonriente y un poco desconcertado se preguntaba, dichoso de sí mismo. Le agradaba comprobar que todavía flotaban en algún rincón de su ser, perfumes de aquel mundo lejano, al que creía definitivamente perdido en su vida y en su memoria. Alguna esencia quedaba y esto, a su juicio, lo ennoblecía ¿Quién le había devuelto de golpe ese breve reflejo de su niñez, anhelosa y distante? Algo había sentido, al pasar. Un choque,  una alusión exterior ¿Qué podía ser? Se volvió despacio, desandando lo andado, con la esperanza de encontrar el detalle, la persona, el objeto que había evocado de pronto todo aquel mundo remoto, sumergido en la bruma del pasado.
Muchos años atrás, cuando el alba de su adolescencia, más de una vez le ocurrió caminar así, entre la multitud, en una especie de estado místico de hombre que espera no sabe qué. Por aquella época, tenía una idea secreta, bien arraigada en su corazón. Tonterías, cosas de muchacho. Pero él estaba seguro que entre todas las mujeres que veía, entre todas las mujeres que pasaban a su lado, había una que le estaba predestinada. Predestinada desde el fondo de los siglos, desde la eternidad. Esta extravagante idea lo envolvía en una especie de nube, le daba una apariencia de ausencia, de sonambulismo. Las gentes que lo conocía, las muchachas que se sentían atraídas por su adolescencia hermética y fuerte, sombreada por una suave y persistente melancolía, lo creían romántico y se lo decían, un poco por reproche y otro poco por burla. Pero no era sino voces de su corazón y esperaba la oscura, ansiada señal.
Ahora repetía aquel lejano gesto suyo. Pero no era ya un rostro para amar lo que buscaba. Alguien había pasado a su lado, y de la imagen registrada en la retina, había partido, como una flecha, una luz instantánea a una zona oclusa, finita, encerrada en sí misma como una ostra sobre su herida. Y era de la perla así nacida, de la perla formada en el lento destilar de la vida, de la que salía un resplandor cuyo sentido tardaba en advertir. Una luz que era apenas una claridad indecisa, una especie de niebla que surgía de su memoria, como la bruma de otoño bajo los árboles.
De pronto, toda esa bruma se aclaró de golpe, atravesada por el recuerdo: esa niebla que le subía desde lo más hondo de su pasado, era la niebla del odio. Entre ella se perfilaba un rostro duro, odioso. Un rostro perdido durante muchos años, y vengativamente buscado por todos los callejones de la vida.
Ese rostro estaba delante suyo  y sonreía ahora. Su sonrisa era distinta, con sus rasgos fisonómicos, deformados por los años. Pero el rostro era el mismo.
Ahora comprendía el por qué de ese súbito afluir de recuerdos de la infancia, del colegio. Todo aquel mundo distante de las primeras emociones estaba unido al rostro de un hombre, ensombrecido por el rostro de un hombre, al que había aprendido a odiar con todo su pequeño corazón de niño.
Y ese hombre era el que tenía delante.


                                                  

Cascella es el exponente vivo de ese tipo de  intelectuales denunciantes que mantuvieron una vida sin dobleces, sin encierros, sin la palabra prostituida. Nos queda como ejemplo sus ganas de soñar, de luchar, y una obra que no es un catálogo de vanidades ni un folleto turístico.
Volver a Armando Cascella es regresar a un tiempo donde el compromiso era una virtud y la lealtad un valor irrenunciable.