"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

jueves, 5 de abril de 2012


ALBERTO VANASCO: MEMORIAS DEL FUTURO


No cabe duda que Alberto Vanasco (1925-1993), integró esa cofradía de escritores que marcó una época en el mapa cultural de nuestra ciudad. Hablamos de aquella raza de autores despojados de una estructura académica, decimos de un personaje que creció en una Buenos Aires romántica y trasnochada, cuando las anotaciones y apuntes escritos sobre la mesa de un café indecoroso tenían mística, urgencia, clandestinidad; y el escribiente no calculaba, como ahora, los caracteres puntuales en su computadora. Aludimos a esos vagos comprometidos con el oficio de la vida, capaces de ser pensantes mentirosos a la hora del acuerdo formal y seductores cuando la circunstancia se presentara. Afirmamos que estos intelectuales callejeros sabían  demasiado sobre los conflictos existenciales y no se callaban la boca, no se guardaban nada, no especulaban sobre la trascendencia de la palabra escrita.
Vanasco fue un adelantado, un vanguardista experimental que anticipó el neobjetivismo, un innovador en todos los géneros. Jugó con el lenguaje, basándose exclusivamente en la explotación de la imagen y el contacto con la realidad. Incursionó en la novela, quebró su angustia como cuentista, poeta, dramaturgo, y no dejó de lado al periodismo, oficio que le abrió las puertas a muchas de sus inquietudes.
Formó parte de la vanguardia argentina de los años 50. Estuvo siempre unido al grupo de poetas que se nuclearon en torno  de la revista Poesía de Buenos Aires, convocados en principio en la casa de Baldomero Fernández Moreno y después al lado de Oliverio Girondo y Norah Lange. En esos entretelones se acercó a Edgar Bayley, Mario Trejo, Raúl Gustavo Aguirre, Miguel Brascó y Paco Urondo. También trabó amistad con el grupo surrealista liderado por Aldo Pellegrini e integrado por Enrique Molina, Francisco Madariaga, Carlos Latorre y otros "locos" más, quienes decidieron publicar  la aventura impresa de aquella revista insolente llamada Letra y Línea.


No fue un escritor con regularidad. Los borradores de sus textos estaban llenos de correcciones y en muchos casos reescritos cuatro y cinco veces. No vivió nunca de sus obras. Su sostén económico devenía del resultado de las traducciones, las notas periodísticas y sus clases de matemática y filosofía. No se llevó bien con la crítica. Tenía escasa química con aquellos adulones a los que había que perseguir para arrancarles una línea. Las opiniones generosas vinieron de sus amigos, como fue el caso de César Fernández Moreno, Noé Jitrik, Ramiro de Casasbellas, Eduardo Goligorsky o Marco Denevi. Sentía enorme placer por la lectura de Joyce, Proust, Kafka, Faulkner y Hemingway. En poesía se gratificaba con Rimbaud y Apollinaire. En el campo nacional sus escritores fundamentales fueron Roberto Arlt, Macedonio Fernández y Ricardo Güiraldes.
Vanasco incursionó en el género de la ciencia-ficción de manera notable. Después de leer La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, sintió atracción plena por esa corriente que lo tendría en vilo permanentemente. De hecho se acercó a la revista Mas allá, que fue la primera en su género en los países de habla castellana.


Alberto Vanasco tuvo prosapia y  raíz porteña, nació  en el barrio de Almagro, en la calle Castro Barros al 800, en el seno de una familia acomodada y acostumbrada a la lectura. Fue el segundo de cuatro hermanos. En 1929 la familia se mudó al barrio de Caballito, ocupando una casa en la calle Cucha-Cucha esquina Yerbal. Como resultado de la crisis social que vivía el país, su padre perdió el empleo que tenía en el Banco Municipal donde era Jefe de Cuentas Corrientes y ante la necesidad por sobrevivir, decidieron trasladarse a San Juan; primero a 9 de Julio, cerca de Caucete, y más tarde a Media Agua, donde su abuelo materno tenía una finca. Allí empezó la escuela primaria, para lo cual él y su hermano Hugo, casi dos años mayor, debían hacer más de una legua diaria a caballo.
Esta vida de campo y entre las sierras, marcará indeleblemente la personalidad del autor, influencia aguda que aparecerá reflejada en los dos primeros libros de sonetos, unos diez años después. El chico a caballo, libre desde de la mañana a la noche, que recorre a su antojo las viñas y las alamedas, echando pie a tierra sólo a la hora de las comidas, quedará en forma subyacente en todo cuanto escriba más tarde.
Transcurre el otoño de 1934 y en ocasión del Congreso Eucarístico, toda la familia regresa a Buenos Aires, donde en 1936 nace Carlos Augusto, su hermano menor. El padre compra una farmacia en Lanús Este y allí permanecerán cuatro años, hasta 1938, cuando termina la escuela primaria. Es la época de la gran soledad de los barrios aledaños, de las lluvias interminables, de la intensa melancolía de la pobreza y el desamparo.
En 1939, nueva mudanza, ahora al pueblo de San Martín, un trozo de campo incrustado en la gran ciudad. Aquí recupera su libertad y entusiasmo. Escribe los primeros poemas y cuentos. Empieza el Colegio Nacional Buenos Aires, donde conoce a Mario Trejo, a Aldo Cristiani, a César de Vedia. Así transita su adolescencia.
Es el propio poeta y amigo Mario Trejo quien recuerda esa época: “a los quince años jugábamos a la literatura. Entre nosotros había un culto de la amistad que se olía. Vanasco fue mi amigo y decir eso no es ninguna broma”.
También el compañero evoca aquel espacio donde se reunían para escribir en los años 50: “El departamento era, una “patria chica” con discos de jazz moderno y libros de Thomas Elliot, en pleno centro de Capital Federal. Momento mágico e intenso de una vida donde vivíamos en una especie de nube, de fiesta constante”.
En 1943, con 18 años recién cumplidos, publica su primer libro, una breve novela: Justo en la cruz del camino, obra que no ha sido reeditada debido a que su tema y en parte su argumento, fueron aprovechados y adaptados en el capítulo 15 de la novela siguiente, Sin embargo Juan vivía.


En 1944 muere el padre y la familia se muda definitivamente a la Capital, a una casa en la calle Agrelo 4081 que les hace construir el abuelo materno. Empieza entonces la larga y complicada serie de trabajos disímiles: en la Corporación de Transportes, en los Tribunales, en el Puerto como profesor particular de matemáticas, como remisero oficial de las Fuerzas Armadas, periodista, traductor, guionista de cine y televisión, redactor de avisos publicitarios, ocupaciones todas que le dejaron una experiencia que irá desgranando en sus poemas y relatos.
El 1946 Alberto Vanasco y Mario Trejo organizan el  Higo Club, un movimiento cultural que se anticipa a las perfomance que muchos años después se conocerían en el Instituto DiTella. En rigor, se trataba de un adelanto de los famosos happening, esas acciones directas de improvisación que provocaban asombro y un juego estético directo, que tuvieron su esplendor en los años 60, suerte de exhibiciones incompletas de pintura, escultura y técnicas mixtas que duraban pocos minutos, sumados a la lectura de poemas. El proyecto Higo Club también incluyó la edición de libros de tirada limitada y de carpetas con poemas ilustrados. De esa imprenta asomaron los 24 sonetos absolutos y intrascendentes (poemas), versos que fueron reeditadas en 1971, juntamente con los sonetos Cuartetos y Tercetos definitivos, bajo el título común de Sonetos, por Ediciones Macedonio.
En su novela Sin embargo Juan vivía dada a conocer en 1947-reeditada en 1967 por Editorial Sudamericana y por el Círculo de Lectores de España en 1976-, Vanasco anticipó los logros formales que años más tarde serían atribuidos al neobjetivismo francés, usando la segunda persona y el tiempo verbal futuro, rompiendo con las apoyaturas formales acostumbradas y adelantándose a Michel Butor, profesor de Filosofía en la Universidad de  Niza y Ginebra. Butor saltó a la fama gracias a su novela La modificación, obra escrita en segunda persona del plural y que fue llevada al cine en 1970.
Vanasco siempre tuvo conciencia de la clase obrera, su historia de desarraigo y  el permanente traslado de un lugar a otro, le abrieron los ojos a un panorama de país donde las fuerzas del proceso histórico estaban ligadas al peronismo. Desde esa perspectiva adhirió al movimiento y junto a Nicolás Olivari, Arturo Cancela, Alfredo Brandán Caraffa, Horacio Rega Molina y otros intelectuales, fundaron la Asociación de Escritores Argentina (ADEA). La finalidad y el fundamento básico de este agrupamiento fue poner freno a los simpatizantes del Grupo Sur.
En 1948, la Subsecretaría de Cultura de la Nación reunió a un numeroso grupo de intelectuales simpatizantes con el gobierno peronista, enrolados en la llamada Junta Nacional de Intelectuales, a fin de que trabajaran en la redacción del anteproyecto denominado “Estatuto del trabajador intelectual”. El mismo debía resolver los problemas de la cultura argentina en lo que correspondía a la protección del intelectual, “para el estudio a fondo y solución doctrinaria de uno de los aspectos que inciden en la formación del auténtico espíritu nacional”. El proyecto controlaría lo publicado y las facilidades de publicación de los trabajadores mediante las protecciones a la importación del papel que otorgaba el Gobierno, así como garantizaba la pluralidad, salvo en los casos en que un texto ofendiera a “la religión del país, a la nacionalidad o al orden moral”. Pese a este intento de agrupamiento laboral de los escritores e intelectuales, la propuesta no prosperó. Una vez más se demostraban las dificultades para la consecución de medidas efectivas en el seno de la política cultural de estos primeros años del peronismo.


Con No hay piedad para Hamlet, pieza teatral escrita junto a su amigo Mario Trejo, ganó el Premio Municipal de Buenos Aires y el Premio Nacional Florencio Sánchez. La obra se estrenó en 1948 y se repuso en los 60 en el Instituto Di Tella. La misma fue representada en Buenos Aires en 1965, en el teatro del Altillo, bajo la dirección de Alberto Cousté.
Vanasco se casó en 1949 con la profesora de danza clásica Esther Azucena González y dos años más tarde nació su primer hijo, Alberto.
La poesía lo desvela en este momento, es el invierno de 1954 y aparece Ella en general. 

De buena fe sé que tu sonrisa estalla como 
los frutos 
que tu nombre resuena como las declinaciones más
antiguas
que en ti todo se excede como el año se vuelca
que los días te siguen hasta hacerte volar
que tu boca es más suave que los saltos del universo
más dulce que la memoria de las primas que tanto
hemos amado
es en tus ojos donde la luz desata sus mares
es por ti que el mar reanuda su juego
es en tu voz donde la noche amansa sus vientos
propicios
y es en el centro de tu risa donde el día ordena sus
mástiles
 
es a ti a quien la mañana dedica su empeño
a quien prefiere la línea del mediodía
por quien se preparan los hábitos del anochecer

es por ti que cada nombre ha clavado sus anclas
y por quien el año alberga demasiado optimismo

es en tu corazón donde madura lo que está por venir.

En 1957 una nueva novela lo encuentra en total plenitud literaria, presenta Para ellos la eternidad,bajo el sello de Edición Doble P. No ha sido reeditada en razón de que varios de sus capítulos se  aprovecharon en novelas posteriores. Fue llevada al cine en 1964, con el título Todo sol es amargo, con la dirección de Alfredo Mathé. El guión fue escrito de manera conjunta por Noé Jitrik y el propio director. Los papeles protagónicos estuvieron a cargo de Federico Luppi, Lautaro Murúa, Jose María Gutiérrez, Héctor Alterio, Luis María Mathé, Elena Cánepa, Beatriz Matar y Haydée Padilla, entre otros. Se estrenó el 20 de setiembre de 1966.
En 1961 viaja a Nueva York, donde permanece dos años trabajando en la editorial Crown Publishers.


Vuelve a la poesía con  Canto rodado, editado por Edición Maldoror en 1962 y reeditado por Editorial Sudamericana, en 1970. En el prólogo el autor expresa: “No creo que puedan escribirse más de treinta o cuarenta poemas aceptables en toda una vida. Por esa razón, bajo el título general de “Canto Rodado” he ido acumulando todos mis poemas de índole diversa como los presentes. Por los mismos motivos, bajo el título de “Ella en general”, iré agrupando mis poemas de amor. Sólo dos títulos para una obra poética me parece la forma menos complicada de su comunicación”.
Entre 1963 y 1964 surgió la revista Zona de la Poesía Americana, que nucleaba poetas afines a su línea expresiva: Francisco Urondo, César Fernández Moreno, Miguel Brascó, Noé Jitrik y Ramiro de Casabellas.
Urondo y Vanasco aparecen como editores en tres de los cuatro números de la revista (el primero estuvo a cargo de Brascó y Vanasco). Las portadas-manifiesto (íntegramente dedicadas a retratos fotográficos de Girondo, Juan L. Ortiz, Macedonio Fernández y Enrique S. Discépolo, en ese orden), las encuestas que promueve (“Algunas ideas sobre la poesía” en el primer número; “¿Para qué sirve la poesía?”, en el segundo) y los artículos críticos (“La poesía es el principal alimento de la realidad”, de Bayley, en el segundo número, “Poesía argentina entre dos radicalismos”, de Jitrik, en el tercero, y “Lirismo y objetividad”, de Carlos Rafael Giordano, en el cuarto y último) configuran una sólida intervención crítica en el campo poético. En este marco se incluye “La poesía argentina en los últimos años”, un extenso ensayo de Urondo publicado en el número 2, que adelanta tres capítulos de Veinte años de poesía argentina.
A la vez Urondo escribe en Zona ensayos breves en que se pronuncia contra la idealización del oficio y marca un territorio propio, distante del populismo y de la ideología liberal.
Regresa al camino de la novela con Los muchachos que no viven, en 1964. La obra se reedita en 1967 con el sello del Centro Editor de América Latina y en 2011 por Editorial Mil Botellas.
Como autor de ciencia ficción, un género poco desarrollado en nuestro país, escribió un excelente libros de cuentos: Memorias del Futuro (1966). Contenía cinco relatos del autor y cinco de Eduardo Goligorsky. Edición en francés: Souvenirs du Future, Ed. Ides et Autres, Bruselas, Bélgica. 1974 y Adiós al mañana (1967), también en colaboración con Eduardo Goligorsky.


En su novela Nueva York, Nueva York (1967), reeditada en 1976 por el Círculo de Lectores de España, propuso una experimentación con el tiempo narrativo, elaborada en sentido contrario al transcurso temporal, anticipando el recurso utilizado por Martin Amis (Oxford-Inglaterra,1949), en La flecha del tiempo (1991), cuyo argumento es la versión invertida de la realidad, la cronología no sólo es simple inversión (las personas se vuelven más jóvenes y, finalmente, los niños se convierten en bebés, y luego vuelven a entrar en el vientre de sus madres, donde finalmente dejarán de existir) sino que también lo es la moral.
En 1968  se une en pareja con la periodista Alicia Virginia Petti y van a vivir en un departamento que Vanasco hereda de su madre, en Acevedo y Avellaneda. En 1972 se mudan a otro del barrio de Floresta, calle Mercedes, a dos cuadras de Rivadavia, que el escritor compra con el producto de la venta de sus libros, ya que ha comenzado a editar en Europa con inesperado éxito. Ese mismo año viajan a Europa recorriendo varios países, y estableciéndose un tiempo en Barcelona, en casa de Alberto Cousté. Conviven 12 años.
Muy interesado en la filosofía, se dedicó a estudiar la obra de Hegel, autor que, según sus palabras, le proporcionó todas las respuestas. En 1973 publicó Vida y obra de Hegel (ensayo)  con el sello de Editorial Planeta, Barcelona.
En 1977, sorprende a sus amigos con otra novela de fuerte contenido político, se trata de Otros verán el mar, precisamente en este trabajo es donde el autor se acerca con mayor naturalidad a ese ideal de unidad totalizadora. Economía verbal, reflexión aguda, imágenes violentadas, que el mismo Vanasco ha señalado como proposición y logro: "Creo que todo el libro es tan sólo como una instantánea tomada muy de prisa desde la ventanilla de un tren a toda marcha que cruza una colina copada por el fuego". Ese mismo año aparece Nuevas Memorias del futuro que Editorial Torres Agüero reeditará en 1986.


A partir de 1981 comenzará una etapa diferente en su vida, más estable y tranquila. Ese  año se casó con Alicia Sierra, quien lo acompañará hasta su muerte. Del matrimonio nacieron dos hijas, Victoria (1983-economista-) y Luz (1986- restauradora de arte-).
En la primavera de 1983 Vanasco reaparece con una serie de cuentos que golpean y sacuden por su sentido crítico, en un período particularmente doloroso de la historia argentina. Con el título de Los años infames, editado por Editorial Rayuela, el autor nos va despertando con algunos de sus cuentos punzantes: La juventud dorada, Ni santos ni pecadores, El sótano o El hombre que quería irse.
En 1984 se le otorga el Premio Konex, en la disciplina Ciencia Ficción.
Regresa a la novela, en 1987, con Al Sur de Río Grande, un texto impecable lleno de aciertos formales y temáticos. Vanasco nos llama a la acción en distintas ciudades de Latinoamérica: San Pablo, Caracas, México, Santiago de Chile y Buenos Aires. Con su ojo avizor el autor refleja la vida de quienes debieron aislarse o interrumpir sus vidas en distintos lugares. Sin caer en un atrevido comentario podemos decir que esta es una de las primeras novelas que nos muestra, además, la verdad de un continente postrado y esperanzado, en un estilo cambiante, brillante y sorprendente donde la acción, la poesía y el pensamiento se suceden dando vida a la historia.
Por esta novela recibe el Premio Municipal. No es gratuita nuestra referencia. Ha dicho Bernardo Verbitsky: "Vanasco escribe sus novelas como Paul Eluard sus poemas". Tal vez no pueda hacerse mayor elogio de la obra de un novelista.



Dos ensayos pueden ser considerados como textos finales. Carta a mis hijas (1991), editado por Fundación Argentina para la Poesía y Tres ensayos sobre una filosofía de nuestro tiempo (1992), con sello de Plus Ultra.
Un nuevo reconocimiento le llega tardíamente. La Fundación Argentina para la Poesía lo gratifica con el Gran Premio de Honor. Para ese momento Vanasco dice: “La verdad de la poesía es la amistad de los poetas”.
En sus últimos años también trabajó como Presidente de la CONABIP (Comisión Nacional Protectora de Bibliotecas Populares), organismo que dirige todas las bibliotecas populares de Argentina.
Vanasco supo ganarse el afecto de sus amigos, todos lo recuerdan como un hombre de un humor irónico. Murió en Buenos Aires en 1993.
Desde este espacio queremos recordarlo con un cuento de enorme sutileza creativa.

Todo va mejor con Coca-Cola”
“Todo va mejor con Coca-Cola, que refresca mejor

¡Todo va mejor con Coca Cola...!”



Los altoparlantes atronaban desde lo alto con el estribillo de turno.
Goddart se quedó un momento en la puerta tratando de orientarse. Allá, al final de la calle, se veían las casas de emergencia instaladas por la Bayer. En la esquina, un policía —con las letras de Ford en la espalda— hablaba por teléfono, seguramente dando las novedades. Goddart miró su reloj: era uno de los suministrados por la Shell —la hora Shell, decía—. Eran las cuatro. Antes de las cinco, debía salir de la ciudad porque a esa hora se cerraban los puentes fiscalizados por la Dunlop, para impedir que entraran más automóviles durante la noche.
Goddart mismo era un G. E. —es decir, un hombre de la General Electric—. Todavía llevaba el traje de la empresa y en las mangas se podían leer las marcas dejadas por las iniciales que al parecer habían sido arrancadas recientemente. Después de la última contienda con la Westinghouse habían quedado dueños absolutos de toda la producción electrónica en los cinco planetas. Goddart había llegado a participar en los últimos combates.
Ahora dos aviones de caza se ametrallaban en lo alto. Era la Chesterfield que acababa de declarar la guerra a la Philip Morris Inc. por la posesión de tres canales de televisión.
“Maten al cerdo traidor”, repetían mientras tanto los altoparlantes, una y otra vez.
Goddart se sorprendió transgrediendo la consigna del tabaco: había pasado más de una hora sin fumar. Sacó mecánicamente un cigarrillo pero no llegó a encenderlo: se limitó a destrozarlo y a dejarlo caer por el incinerador, como había hecho tantas veces, como si todavía pudiera temer una requisa pública. Lo cierto es que apenas unas horas antes había desertado de su puesto en la empresa y había abandonado, por lo tanto, a todos los demás hombres. Ahora nadie querría relacionarse con él: había dejado su trabajo, había desobedecido las disposiciones de consumo, se había ocultado en el edificio de la firma durante todo aquel día y en esos momentos era buscado en toda la ciudad por las fuerzas represivas de las compañas coaligadas.
“Cuelguen al cobarde”, decían los altoparlantes entre disco y disco del conjunto juvenil “Los Hurricanes”, propietarios de todas las estaciones de radio, las cuales transmitían, por lo tanto, nada más que sus propias grabaciones.
Las grandes empresas todopoderosas habían ido haciéndose cargo, poco a poco, de las funciones que los gobiernos, cada vez más indigentes, no podían atender. Pusieron primero toldos en las paradas de los ómnibus para proteger de la lluvia o del sol a los pasajeros que esperaban en las colas. Colocaron después sombrillas para los agentes de policía y construyeron edificios para las autoridades, todo coloreado con la propaganda de sus marcas. Hicieron caminos, escuelas y estaciones de ferrocarril, aeródromos y usinas. Por fin, debieron proveer de uniformes al ejército y terminaron por comprarles las armas y las provisiones. Los gobiernos, menesterosos, no tardaron en disolverse, y las grandes compañías, que ya eran dueñas de todo lo demás, se confundieron, al fin, con la realidad entera.
Goddart esperó a que sus ojos se habituaran a la pareja claridad de la tarde: hacía más de un mes que no veía la luz del sol. En todo ese tiempo no había salido del establecimiento laboral donde además tenía su residencia. En ese momento, una patrulla coaligada dobló en la esquina y se dirigió hacia él, marchando por la vereda de su lado. Cada uno de ellos llevaba un fusil sónico y los que iban al frente conducían también varios osos enormes que se abalanzaban sobre cada puerta, olfateando los umbrales, y después seguían a los saltos hacia adelante en busca de su presa. Goddart tenía la impresión de sentir ya el aliento de las bestias sobre su cara. “Saben que estoy aquí”, se dijo, y corrió hacia la esquina opuesta en busca de alguna puerta abierta para ocultarse, pero toda la ciudad parecía clausurada. El aviso de su fuga se repetía sin cesar en todos los aparatos subliminales y telepáticos, en los altavoces y teléfonos públicos. “Cuelguen al inmoral”, se propalaba a la vez por todas partes.
Goddart oyó que los osos se lanzaban en su persecución y que la patrulla los seguía, a la carrera, dando gritos de júbilo. Un vals resonó de pronto en los parlantes de la calle: era un tema compuesto especialmente por “Los Hurricanes” para momentos como aquél, cuando se estaba a punto de capturar alguna víctima. Seguramente, toda la ciudad seguía en esos instantes la cacería desde las pantallas laborales. Goddart se detuvo sin saber a dónde dirigirse: una segunda patrulla había aparecido al otro extremo de la calle y ahora se aproximaba corriendo, sujetando sus osos.
De pronto una mano que emergió desde un portal entreabierto lo tomó de un brazo y lo arrastró al interior de un zaguán oscuro y húmedo. Antes de que Goddart pudiese comprender lo que acababa de sucederle, se vio frente a una mujer, sin iniciales en la ropa, que, poniéndose un dedo sobre los labios, le indicaba no hacer ruido, mientras cerraba la puerta y quedaba después atenta a los sonidos del exterior. El hato de bestias pasó de largo y también la patrulla, y sus gritos se perdieron de a poco al doblar en la esquina, por donde se había desviado también sin duda la segunda patrulla. Goddart observó atentamente a aquella mujer: era pequeña, de edad indefinida, con un rostro fresco pero a la vez ajado por lo que muy bien se le podía dar tanto diecisiete años como cuarenta y siete.
—Lo estábamos esperando, —dijo ella—. Acompáñeme.
Goddart siguió su voz en la oscuridad y al final del pasillo descendieron por una escalera, oculta bajo una puerta trampa, al final de la cual se hallaron en un subsuelo iluminado, enorme como una estación de helicópteros, lleno de máquinas en funcionamiento y del fragor de voces humanas.
—Hay miles de fábricas como ésta en toda la superficie de la Tierra —dijo la mujer mientras avanzaba entre las cintas sin fin donde se desplazaban pequeños envoltorios plateados.
—Fábricas de chocolate —dijo Goddart.
—Sí. Tenemos que lanzar nuestros productos al mismo tiempo en todo el mercado de los cinco planetas para poder competir con la firma Herschel’s.
— ¿Nada más que chocolate? —dijo, él.
—Por supuesto que no —le explicó la mujer—. Estamos preparando la competencia en todas las líneas. Nuestra revolución será total: o ellos, o nosotros. 

Ahora, a Goddart, todo le parecía terriblemente lógico: ¿cómo no había pensado que los réprobos del sistema, al insurreccionarse, tratarían de unirse para hacer frente a las fuerzas destructivas que los condenaban? Lo que Goddart nunca había llegado a concebir era que alguien pudiese escapar con vida de su propia insubordinación, y menos aún ocultarse en las mismas anfractuosidades del sistema. Al final del recinto se encontraron con varias oficinas, como las de cualquier directivo de la superficie. En una de ellas había un hombre frente a un escritorio: Goddart lo reconoció con desánimo. Era quien había sido su jefe hasta el día anterior, en la misma sección contable de donde terminaba de escaparse.
—Usted —se limitó a decir él, un poco estúpidamente.
—Así es —aceptó el otro—. Se va a encontrar con muchos de nuestra empresa aquí abajo. Todos nos alegramos de contarlo entre nosotros. Sabemos que es usted un elemento; altamente capacitado.
— ¿Están preparando la revolución? —preguntó Goddart.
—Sí, una revolución a nuestro modo, con sentido comercial. Pensamos desplazar a la Chesterfield, la Ford, Helena Rubinstein, Dunlop, Duperial y la General Electric. Sírvase. ¿Quiere fumar?
Y el jefe levantó su cigarrera del escritorio y le ofreció un cigarrillo: —Son Gauloises —dijo. Goddart tomó uno y lo prendió en la llama del encendedor que el hombre le extendía.
—Espero que fume uno cada media hora —agregó el hombre, con una sonrisa de complicidad.
—No cuenten conmigo —concluyó Goddart. Después miró a la mujer, que permanecía impávida cerca de él: —Estoy por descomponerme —le dijo.
— ¿Quiere pasar al baño?
— Sí,
— ¡Adelante! Tenemos nuestro propio papel higiénico, marca Oasis.
Goddart la siguió. —No deje de verme —le gritó el jefe mientras salían—. Venga después a verme. ¡Tengo un puesto clave para usted!
Goddart, una vez en el baño, buscó una ventana por donde escabullirse al exterior pero recordó de pronto; que estaba en un subsuelo. Abrió entonces la puerta junto a la cual esperaba la mujer y de un salto cruzó frente a ella. Corrió entre las máquinas etiquetadoras seguido por su guardiana y otros cinco o seis hombres que se incorporaron a la cacería.
“Descuarticen al puerco traidor”, empezaron a requerir los parlantes, que hasta ese momento habían estado transmitiendo música funcional. Dos víboras encabezaban ahora el contingente que lo perseguía.
Siguió sin detenerse hasta encontrar una escalera y la subió saltando los escalones de cinco en cinco, con las serpientes que le rozaban los tobillos. Cuando desembocó en el final del zaguán abrió de golpe la puerta de calle y lo primero que vio fueron las dos patrullas de la superficie que lo aguardaban, formadas en la vereda de enfrente, con los halcones listos, además de los osos. Miró hacia atrás y vio las cabezas de las víboras que se alzaban hacia él.
En ese momento las patrullas enemigas se descubrieron mutuamente y empezaron a dispararse unos a otros sus armas supersónicas. Goddart se dejó caer al suelo y se arrastró hasta ponerse fuera de la zona de peligro, donde oía cruzar los proyectiles vibratorios. Se refugió en un umbral, sin saber en qué dirección huir, cuando el portal que tenía a sus espaldas se abrió y una mano, surgida desde las sombras, lo tomó de un brazo y lo introdujo en un pasillo húmedo.
—Acompáñeme —dijo una voz de mujer muy cerca de su oído—. Lo estábamos esperando. —Goddart creyó ver mi pelo rubio, platinado, como esos que se usaban en cu los avisos de armamentos.
Afuera, las patrullas seguían disparando. Goddart, sin poder hacer otra cosa, y guiado por aquella voz, bajó por una puerta trampa y descendió la escalera que llevaba a los sótanos.
Llegaron así hasta un amplio recinto lleno de telares, que funcionaban haciendo un ruido apocalíptico.
—Nos alegramos de contarlo entre nosotros —dijo la mujer— Sabemos que es un hombre muy capacitado.
Y tomándolo de una mano, lo llevó hacia adentro.